A ella le gustaba ir a la
cafetería que hay bajo los soportales de la Plaza de Santa Teresa. Los jueves
eran los días más duros, tenía clase de expresión corporal. No sólo era el
trabajo físico, sino que durante dos horas tenía que mantener la concentración
y no dejarse invadir por las fantasías que le asaltaban a cada rato.
Estaba sentada junto a la ventana,
empañada por la diferencia de temperatura con el exterior, tomándose un café
humeante cuando un hombre de unos cuarenta años, alto, de complexión más bien delgada y pelo canoso,
que le daba un aire de lord inglés, le pidió si podían compartir mesa. No había
ninguna libre y la barra estaba atestada de gente. A esas horas el pequeño café
“Piquío” se ponía hasta la bandera.
No estaba acostumbrada a que un
desconocido le pidiera compartir mesa, por eso durante unos segundos escrutó su
rostro intentando descubrir sus verdaderas intenciones, pero la franca sonrisa
de él la tranquilizó.
Sara empezó a sentir cierto
desasosiego mientras el hombre que tenía enfrente sorbía su café solo y sin
azúcar a pequeños sorbos, haciendo como si no hubiera nadie delante de él. Ella
no podía dejar de mirarlo mientras apartaba ese mechón rebelde que caía sobre
su frente y que nunca había podido controlar. Y cuando, de tanto en tanto, él
fijaba en ella su mirada como por casualidad, ella apartaba la suya
rápidamente. Un escalofrío recorría su espalada y sus mejillas adquirían un
color rosado que cuanto más trataba por evitar más rojas se ponían. Sus manos
no podían dejar de temblar haciendo que el café formara tenues olas negras.
Cuando finalmente el hombre
terminó su café, se levantó, la sonrió y se despidió de ella con un cálido
“gracias por dejarme compartir su mesa. Ha sido un verdadero placer” y se
marchó.
Sara se quedó allí reprochándose
no haberle dado conversación. Si hubieran hablado, aunque sólo hubiera sido una
de esas conversaciones superficiales y fatuas, quizás él la hubiera invitado a
quedar otro día, o la habría dado su teléfono o quizá si la conversación se
hubiera vuelto más profunda, habrían salido a pasear al frío de la tarde. Ahora
ya nada se podía hacer, él se había ido y estaba segura de que no lo volvería a
ver.
Llegó a casa con la melancolía
instalada en los huesos. Como todas las tardes siguió el mismo ritual: se dio
una ducha, se puso el pijama, dio de comer al gato y se sentó delante del
ordenador para mirar el correo. Sara llevaba tiempo escribiéndose con un
escritor al que no conocía pero del que había leído todas sus obras y del que
estaba secretamente enamorada. Se intercambiaban correos en el que comentaban
los textos de él y de vez en cuando se colaban algunas confidencias. Hoy abría
el correo con la sensación de que le estaba traicionando. La sensación que el
hombre extraño del café había dejado en ella había hecho que por un momento se
hubiera replanteado sus sentimientos por el escritor.
En la bandeja de entrada había
cinco correos en espera para ser leídos, pero ninguno era del autor. Leyó con
desgana y cerró el ordenador. No tenía ganas de leer ni de hacer otra cosa que
no fuera tirarse en el sofá y dejarse abducir por lo que fuera que pusieran en
la televisión.
Amaneció en el sofá, con la
televisión violando su despereza. Le costó un mundo poder enderezarse.
Renqueante fue a la cocina y se preparó
un café. Puso la radio y se sentó con el dolor instalado en todo su cuerpo. Se tomó el café con la mirada perdida en el
baldosín blanco y descascarillado que tenía enfrente.
Cuando por fin el café hizo su
efecto, además de una pastilla de ibuprofeno, se sentó delante del ordenador
con la esperanza de haber recibido un correo de su autor favorito. Le extrañó
no haberlo recibido la noche anterior
porque desde hacía un año no había faltado ni una sola noche a “la cita”.
Su corazón dio un brinco de
alegría cuando en la bandeja de entrada vio que un correo suyo estaba esperando
a ser leído. Con el dedo tembloroso, pulsó la tecla izquierda del ratón
sobre el correo:
“Me gusta el mechón rebelde que cae sobre tu frente y que tú te empeñas
en apartar como si no te dieras cuenta.
Adoro tus manos temblorosas sosteniendo la taza de café, tus ojos
azules, y tus mejillas rosadas cuando te azoras.
Espero encontrarte, de nuevo mañana, a la misma hora, en el mismo
sitio”