Abrió los ojos cuando el sol que
entraba por la ventana del dormitorio acarició su rosto.
Se quedó muy quieta mirando al
techo. Aún era un poco pronto para levantarse y ¡se estaba tan bien! Se
quedaría un rato más sintiendo la calidez de las sábanas blancas que bordó
tiempo atrás cuando sus ojos aún no estaban cansados.
Echó un vistazo a la habitación
para comprobar, una vez más, que todo estaba en orden. Las maletas estaban
listas. En ellas había guardado unas pocas prendas de vestir y muchos
recuerdos. El viejo armario de nogal, que con tanto esfuerzo y trabajo habían
conseguido comprar su Antonio y ella, estaba vacío.
No había sido rica, pero a fuerza
de trabajar muchas horas y muy duramente, habían logrado
tener una vida digna en la que no les había faltado de nada, aunque tampoco
pudieron permitirse caprichos. Sólo un armario de nogal con esquinas torneadas
y dos grandes lunas en su interior. Ahora ese armario se quedaría ahí, vacío y
sólo.
Consuelo apartó las sábanas y se
levantó cansinamente, se dirigió a la cocina y se hizo un café con leche que se
tomó a pequeños sorbos a la vez que mordisqueaba distraídamente, con la mirada
perdida, no se sabe dónde, una magdalena.
Se duchó, se peinó y se puso su
mejor vestido, el que guardaba para las ocasiones especiales. Dio una última
vuelta por la casa para comprobar que todo estaba en su sitio. Cogió sus dos maletas
y salió a la escalera del edificio.
Allí estaban todos sus amigos y
vecinos, esperando en silencio su partida.
Se había propuesto no llorar pero
una lágrima rebelde y furtiva asomó a sus ojos y por un momento sus piernas
temblaron.
Respiró hondo, levantó la frente
y con semblante serio y digno comenzó a bajar las escaleras mientras su mente
viajaba a otros tiempos felices, en los
que siempre había conseguido vencer todos los obstáculos.
No oía las palabras de ánimo, ni
sentía los besos ni abrazos de sus vecinos y amigos. Su mente seguía perdida en
otra vida, una vida perdida en los recuerdos, lo único que no le podían
arrebatar.