Hacía cuarenta años
que no había vuelto a pisar el adarve de la muralla y no puedo reprimir un
suspiro cargado de melancolía.
La muralla, impertérrita, continuaba igual, inamovible. Le
habían hecho unos cuantos arreglos para que se viera más atractiva, como si de
una mujer coqueta se tratara, pero seguía igual de imponente, dominando toda la
ciudad.
Caminó despacio, impregnándose, con cada paso, de los
recuerdos acumulados, de aquellas tardes de veranos, cuando caía el calor y
ella se refugiaba en uno de los cubos a escribir sus pequeños relatos, cuentos llenos de fantasía, y aquellos poemas
llenos de inocencia y dulzura. Un trazo de sonrisa se dibujó en su rostro.
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Sentada en el suelo, en la posición
del loto, con la libreta sobres las piernas, montaba a caballo como la mejor de
las amazonas, bailaba en los más lujosos salones como la más bella de las damas,
cortejada por los más apuestos caballeros, vestida con armadura se convertía en
la más terrible guerrera.
Como salido de aquellas historias,
allí, delante de ella estaba él, un
muchacho de diez años, tez morena, cabello oscuro a media melena, con unos
pequeños bucles que le daban un aire a pequeño príncipe salido de su palacio a
conocer mundo. ¿Cuánto tiempo llevaba observándola hasta que Victoria se
percató de su presencia?. Ella estaba tan embebida en sus historias que el
mundo desaparecía de repente, pero esta vez sintió una dulce sensación de
presencia. Levantó la mirada y le vio. Se miraron, se sonrieron. No se
hablaron, sólo se miraron profundamente. Luego, el se dio la vuelta y se
marchó.
A partir de esa tarde, Victoria dejó de perderse en historias
fantásticas, sólo esperaba allí, sentada en la posición del loto, con los ojos
clavados en el final de la escalera que accedía al torreón esperando su
presencia. Cuando aparecía, como siempre, se paraba frente a ella, se miraban durante dos o tres minutos,
se sonreían y luego él se alejaba.
Durante un tiempo el mismo ritual se repitió, hasta
que un día no apareció más. Victoria esperaba día tras día, en la misma
postura, con la mirada clavada en el último peldaño de la escalera con la
esperanza de verlo aparecer. Perdió todo el interés en aquellas historias que
se relataba a sí misma. Sólo esperaba.
Cuando acabaron las vacaciones de
verano la rutina del invierno volvió a instalarse en su vida. Sus escapadas al
torreón desaparecieron. Las historias fantásticas ya no lograban confortar sus
anhelos. Desde aquella tarde en que el no volvió algo se rompió en su interior,
sus fantasías chocaban con los muros de la realidad, cualquier cosa que
intentaba escribir le parecía absurda y ridícula.
Con el paso de los años, alejada de
la ciudad que la vio nacer y de aquella muralla a la que tanto añoraba, sus
sueños y fantasías se fueron perdiendo en la cotidianidad.
Una tarde de invierno, sentada en una
terraza de la plaza Real de Barcelona, mientras tomaba un café caliente,
conoció a Alfredo. Era de ese tipo de hombres que tienen los pies en la tierra,
anclados a la realidad, de los que resuelven los problemas como si eso no
supusiera un esfuerzo, un hombre práctico.
Antes había salido con otros
hombres, pero la sombra de aquel
muchacho que la visitaba en la muralla terminaba interponiéndose entre ellos.
No había perdido la esperanza de volver a verlo. No sabía cómo ni de qué manera
pero presentía que algún día por fin se encontrarían.
Cuando Alfredo se acercó a hablar con
ella en aquella terraza, no puso mucho interés en volver a verlo, pero la
constancia y tenacidad de él consiguieron hacer mella en su voluntad y
terminaron haciéndose novios. La fe de volver a encontrare con el muchacho de
la muralla iba perdiendo fuerza y poco a poco fue enamorándose de Alfredo. Se
decía a si misma que no podía malgastar su vida y su felicidad por el recuerdo
de una fantasía adolescente y que era hora de dejar que la amaran y de
permitirse amar a aquel hombre que la adoraba y que se desvivía por ella.
La vida de Victoria transcurría
tranquila, sin sobresaltos, tuvieron dos hijos a los que se dedicó en cuerpo y
alma hasta que finalmente cada uno se fue a vivir su vida.
Más tarde Alfredo enfermó. Un duro
golpe para Victoria que había aprendido a amarlo y no podía dejar de sufrir
viendo como la enfermedad lo iba consumiendo.
Estuvo con él durante toda la
convalecencia cuidándole, mimándole, leyendo a la cabecera de su cama las
novelas que tenía apartadas en la biblioteca porque como él decía: “estás
tienen que estar en un lugar de honor”.
Dormía junto a su cama porque no
quería separarse de él el tiempo que les quedara por respirar el mismo aire.
Cuando Alfredo murió, Victoria
sucumbió en el pozo oscuro de la depresión. Había dedicado su vida a las tres
personas que más quería en este mundo y ahora la habían abandonado. No le
quedaba nada.
Durante un año estuvo vagando por la
vida sin rumbo, sin dirección fija a la que dirigirse. De vez en cuando le
asaltaban los recuerdos de un muchacho moreno de ojos negros y bucles azabache
y entonces la culpa se instalaba en su corazón. La mezcla del recuerdo de
Alfredo con la del muchacho de la muralla le hacía sentir que estaba
traicionando al hombre que le había hecho feliz durante tantos años.
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Ahora, sentada en el mismo torreón de
entonces, no pudo dejar de imaginar que un muchacho de rizos negros volvía a subir los tortuosos escalones de la
vieja muralla para arroparla con su profunda mirada.
Perdió la noción del tiempo, sentada
en la misma postura de cuando era niña, mirado fijamente el último peldaño. De
pronto, las viejas historias de caballeros de armadura, damas en grandes
palacios y valientes guerreras volvían a tomar fuerza. Una sonrisa apareció en
sus labios. Sacó ávidamente una libreta y un bolígrafo del bolso y comenzó a
contarse historias de las de antes.
Escribió durante horas, las palabras
aparecían a borbotones, había que ordenarlas. Las ideas se agolpaban en su
cabeza y se plasmaban en garabatos formando bellos párrafos cargados de
emoción, audacia y ritmo.
Cuando por fin levantó los ojos de la
libreta, le vio. Delante de ella, mirándola con esa mirada profunda que le
acunaba el alma, esos rizos negros, ahora salpicados de blanco y gris, y esa
sonrisa que nunca olvidó. Le respondió
con una sonrisa alegre, franca y sincera, a la vez que una lágrima furtiva
asomó a sus ojos. Se tomaron de la mano y sin pronunciar una palabra, se
alejaron caminando por el adarve, el
pasillo de su morada. Su hogar.