miércoles, 27 de julio de 2016

CUENTOS DE LA MURALLA. Encuentro.



Hacía  cuarenta años que no había vuelto a pisar el adarve de la muralla y no puedo reprimir un suspiro cargado de melancolía.

La muralla, impertérrita, continuaba igual, inamovible. Le habían hecho unos cuantos arreglos para que se viera más atractiva, como si de una mujer coqueta se tratara, pero seguía igual de imponente, dominando toda la ciudad.

Caminó despacio, impregnándose, con cada paso, de los recuerdos acumulados, de aquellas tardes de veranos, cuando caía el calor y ella se refugiaba en uno de los cubos a escribir sus pequeños relatos,  cuentos llenos de fantasía, y aquellos poemas llenos de inocencia y dulzura. Un trazo de sonrisa se dibujó en su rostro.

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Sentada en el suelo, en la posición del loto, con la libreta sobres las piernas, montaba a caballo como la mejor de las amazonas, bailaba en los más lujosos salones como la más bella de las damas, cortejada por los más apuestos caballeros, vestida con armadura se convertía en la más terrible guerrera.

Como salido de aquellas historias, allí, delante de ella estaba él,  un muchacho de diez años, tez morena, cabello oscuro a media melena, con unos pequeños bucles que le daban un aire a pequeño príncipe salido de su palacio a conocer mundo. ¿Cuánto tiempo llevaba observándola hasta que Victoria se percató de su presencia?. Ella estaba tan embebida en sus historias que el mundo desaparecía de repente, pero esta vez sintió una dulce sensación de presencia. Levantó la mirada y le vio. Se miraron, se sonrieron. No se hablaron, sólo se miraron profundamente. Luego, el se dio la vuelta y se marchó.

A partir de esa tarde,  Victoria dejó de perderse en historias fantásticas, sólo esperaba allí, sentada en la posición del loto, con los ojos clavados en el final de la escalera que accedía al torreón esperando su presencia. Cuando aparecía, como siempre, se paraba frente a  ella, se miraban durante dos o tres minutos, se sonreían y luego él se alejaba.

Durante  un tiempo el mismo ritual se repitió, hasta que un día no apareció más. Victoria esperaba día tras día, en la misma postura, con la mirada clavada en el último peldaño de la escalera con la esperanza de verlo aparecer. Perdió todo el interés en aquellas historias que se relataba a sí misma. Sólo esperaba.

Cuando acabaron las vacaciones de verano la rutina del invierno volvió a instalarse en su vida. Sus escapadas al torreón desaparecieron. Las historias fantásticas ya no lograban confortar sus anhelos. Desde aquella tarde en que el no volvió algo se rompió en su interior, sus fantasías chocaban con los muros de la realidad, cualquier cosa que intentaba escribir le parecía absurda y ridícula.

Con el paso de los años, alejada de la ciudad que la vio nacer y de aquella muralla a la que tanto añoraba, sus sueños y fantasías se fueron perdiendo en la cotidianidad.

Una tarde de invierno, sentada en una terraza de la plaza Real de Barcelona, mientras tomaba un café caliente, conoció a Alfredo. Era de ese tipo de hombres que tienen los pies en la tierra, anclados a la realidad, de los que resuelven los problemas como si eso no supusiera un esfuerzo, un hombre práctico.

Antes había salido con otros hombres,  pero la sombra de aquel muchacho que la visitaba en la muralla terminaba interponiéndose entre ellos. No había perdido la esperanza de volver a verlo. No sabía cómo ni de qué manera pero presentía que algún día por fin se encontrarían.

Cuando Alfredo se acercó a hablar con ella en aquella terraza, no puso mucho interés en volver a verlo, pero la constancia y tenacidad de él consiguieron hacer mella en su voluntad y terminaron haciéndose novios. La fe de volver a encontrare con el muchacho de la muralla iba perdiendo fuerza y poco a poco fue enamorándose de Alfredo. Se decía a si misma que no podía malgastar su vida y su felicidad por el recuerdo de una fantasía adolescente y que era hora de dejar que la amaran y de permitirse amar a aquel hombre que la adoraba y que se desvivía por ella.

La vida de Victoria transcurría tranquila, sin sobresaltos, tuvieron dos hijos a los que se dedicó en cuerpo y alma hasta que finalmente cada uno se fue a vivir su vida.

Más tarde Alfredo enfermó. Un duro golpe para Victoria que había aprendido a amarlo y no podía dejar de sufrir viendo como la enfermedad lo iba consumiendo.

Estuvo con él durante toda la convalecencia cuidándole, mimándole, leyendo a la cabecera de su cama las novelas que tenía apartadas en la biblioteca porque como él decía: “estás tienen que estar en un lugar de honor”.

Dormía junto a su cama porque no quería separarse de él el tiempo que les quedara por respirar el mismo aire.

Cuando Alfredo murió, Victoria sucumbió en el pozo oscuro de la depresión. Había dedicado su vida a las tres personas que más quería en este mundo y ahora la habían abandonado. No le quedaba nada.

Durante un año estuvo vagando por la vida sin rumbo, sin dirección fija a la que dirigirse. De vez en cuando le asaltaban los recuerdos de un muchacho moreno de ojos negros y bucles azabache y entonces la culpa se instalaba en su corazón. La mezcla del recuerdo de Alfredo con la del muchacho de la muralla le hacía sentir que estaba traicionando al hombre que le había hecho feliz durante tantos años.

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Ahora, sentada en el mismo torreón de entonces, no pudo dejar de imaginar que un muchacho de rizos negros  volvía a subir los tortuosos escalones de la vieja muralla para arroparla con su profunda mirada.

Perdió la noción del tiempo, sentada en la misma postura de cuando era niña, mirado fijamente el último peldaño. De pronto, las viejas historias de caballeros de armadura, damas en grandes palacios y valientes guerreras volvían a tomar fuerza. Una sonrisa apareció en sus labios. Sacó ávidamente una libreta y un bolígrafo del bolso y comenzó a contarse historias de las de antes.

Escribió durante horas, las palabras aparecían a borbotones, había que ordenarlas. Las ideas se agolpaban en su cabeza y se plasmaban en garabatos formando bellos párrafos cargados de emoción, audacia y ritmo.

Cuando por fin levantó los ojos de la libreta, le vio. Delante de ella, mirándola con esa mirada profunda que le acunaba el alma, esos rizos negros, ahora salpicados de blanco y gris, y esa sonrisa que nunca olvidó.  Le respondió con una sonrisa alegre, franca y sincera, a la vez que una lágrima furtiva asomó a sus ojos. Se tomaron de la mano y sin pronunciar una palabra, se alejaron  caminando por el adarve, el pasillo de su morada. Su hogar.


LLÉNAME DE TI

Estoy sedienta de sentimientos, de mis dedos salen palabras abortadas. Mi cuerpo sufre las llagas de la sequía. Mi alma se encoge y ...