domingo, 22 de septiembre de 2019

LLÉNAME DE TI


Estoy sedienta de sentimientos,
de mis dedos salen palabras abortadas.
Mi cuerpo sufre las llagas de la sequía.
Mi alma se encoge y empequeñece ante la grandeza
de lo que podría ser y no es.
Lágrimas rojas recorren mi rostro
impasible.
Inmutable, frío, árido.
Déjame llenarme de ti
torrente, torbellino, huracán.
Fecunda mis sentimientos con tu pluma,
calma mis heridas con la pócima de tus deseos,
engrandece mi alma con tus palabras,
seca mis lágrimas con tu aliento.
Arróllame toda entera
con tu presencia.


martes, 7 de mayo de 2019

ANA



Ana es una lectora compulsiva. Tiene toda la casa llena de libros que, como un  tesoro, los cuida y  mima a diario. Se encarga de pasar todos los días el plumero para que no cojan ni una mota de polvo. Los tienen ordenados por autores. Sus favoritos, los que narran historias románticas,  son los que ocupan un lugar prominente en la estantería.
Ana es madre soltera fruto de una locura de juventud. Trabaja de conserje en un instituto y sale de vez en cuando con sus amigas. Lleva una vida bastante común, incluso podríamos calificarla de anodina, pero que ella suple por una pasión desmedida hacia la lectura. Los libros le transportan a lugares exóticos y le  hacen vivir historias románticas en las que ella  se convierte en  protagonista.
Un día que no tenía nada que leer, porque ya se había leído todo lo que había en su biblioteca y no había podido ir a comprar el último libro, decidió probar por internet y entrar en una de esas páginas donde los escritores que no tienen posibilidades de publicar van colgando sus textos.
Descubrió un mundo nuevo porque, además de leer historias fabulosas, le esperaba el  placer de ponerse frente al autor, cara a cara, y desnudar su estilo, comentar sus imperfecciones, preguntar el por qué de sus relatos, dialogar, compartir sus historias…, Era algo que ella siempre había imaginado como una fantasía y ahora se había hecho realidad.
Se enganchó por completo a estas páginas. Aunque los libros seguían siendo su tesoro, esta nueva forma de lectura la atrapó por completo.
Comenzó a seguir asiduamente a un autor un tanto descarado en sus textos. Era además irreverente, contestatario, con una forma de escribir completamente diferente a lo que ella estaba acostumbrada. La costaba entenderle y eso hacía que pasara horas dándole vueltas a sus textos hasta que les encontraba sentido.
Uno de aquellos textos la impactó de forma especial. En él, el autor, se convertía en una psiquiatra atraída físicamente por el paciente al que tenía que tratar. Era tanta la turbación que el hombre la provocaba que, aunque sabía que estaba violando el código deontológico de la profesión, decidió continuar tratándolo. Aquella forma de describir la tensión sexual que se respiraba en la consulta, la descripción de las sensaciones físicas que el paciente provocaban en la psiquiatra hizo que Ana descubriera un mundo nuevo en la literatura. Y se descubrió a sí misma respirando agitadamente mientras leía, su piel se erizaba y el calor se iba apoderando poco a poco de su cuerpo.
La  primera vez  que leyó aquel texto se quedó trastornada, su mente comenzó a divagar y a perderse en ensoñaciones y deseos.
Aquel día tenía que salir, había quedado como todas las tardes con sus amigas. Y, aunque no le apetecía demasiado se fue a la ducha a regañadientes.  Mientras se desnudaba no pudo evitar
mirarse en el espejo abrumada por un mundo de sensaciones que habían hecho despertar su lívido hasta el punto de transformar la imagen desnuda que tenía ante el espejo en una escena de excitación cargada de erotismo y sexo. Y como si se viera por primera vez comenzó a recorrer su cuerpo con los dedos: su largo cuello aún terso y suave, sus pechos  firmes y  las caderas torneadas,  el vientre suave, los muslos fuertes  y duros. Y pensó en aquel loco del relato, aquel loco que no era otro que el propio autor disfrazado de loco. Y quiso ser la psiquiatra para que él le dijera palabras obscenas escritas en un papel y que fuera a ella a quien la dijera que lo más difícil sería dejar de imaginarla desnuda. Quería arrebatar a la psiquiatra a su loco,  y quería ser ella quien hiciera locuras de amor.
Turbada aún por aquello que no sabía reconocer, hizo un esfuerzo, abrió el grifo de la ducha y se introdujo bajo el cálido torrente de agua con la esperanza de limpiar su mente de toda aquella locura que se había apoderado de ella. Pero mientras el agua resbalaba por todo su cuerpo el recuerdo de una frase del texto sacudió su mente: “sólo soy deseo mientras escribo, cuando levante mi pluma dejaré de existir” y no pudo dejar de imaginarse en la consulta frente a él imaginándola desnuda, jugando a un juego imposible y sin sentido, saboreando sus sabores, dibujando su cuerpo desnudo mientras lo imagina.
De pronto una dulce sensación recorrió todo su cuerpo, su respiración se entrecortó, el corazón se le aceleró, sus piernas se tensaron y “el dulce néctar de los dioses” desapareció por el desagüe junto con la lluvia artificial que, como caricias llegadas de aquel desconocido, le habían hecho temblar.
Cuando salió de la ducha y con aquella sensación ardiente en sus entrañas no pudo evitar la tentación de escribir al anónimo autor y describirle lo que ella llamó “momento místico”.  Se quedó esperando delante del ordenador una respuesta rápida. Olvidó que había quedado con sus amigas, y pasaban las horas mientras ella seguía clavada en la silla con la vista fija en la pantalla que permanecía inmóvil. Finalmente y con la decepción instalada en su cuerpo se fue a dormir arrepentida de haberse abierto a aquel personaje que se confundía entre autor y loco.
A la mañana siguiente lo primero que hizo al despertar  fue ir a abrir el ordenador esperando, sin mucha convicción, encontrar una respuesta a su mensaje. Se llevó una sorpresa al encontrar la respuesta que tanto esperaba: “Nuestra convención es llamarlo "momento místico". Como quien le pone nombre al deseo. A veces la naturaleza es solo eso, el fluido que emana mientras nos invade la excitación. Así que de inocencia, nada. Te propongo puro sexo.
Mi plan, lo reconozco, es una perversión. Mi apetito sexual se ha desbordado al imaginarte en la ducha, estimulada, imaginativa, desnuda.”
A partir de ese correo vinieron otros, todos cargados de excitación, de deseo y lujuria. Nunca se vieron, nunca se tocaron, nunca pudieron mirarse a los ojos. Durante años vivieron una locura de pasión y deseo como Ana jamás pudo imaginar.
Un día de pronto los correos cesaron. El nunca volvió a escribirla. Ana enloqueció de dolor, intentó buscarlo por las redes sociales, pero nunca lo encontró.
Con el paso de los años, paseando por una feria de libros un título llamó su  atención: “Puro sexo. Epístolas”. Lo firmaba Andrés Pardo Rivera. El corazón de Ana comenzó a golpearle tan fuertemente en el pecho que estuvo a punto de desmayarse. Lo abrió con las manos temblorosas y comenzó a leer. En aquel libro aparecían todos sus correos, sus fantasías más íntimas, sus ilusiones y sensaciones escritas, esa parte de ella que sólo el autor había conocido. Ana preguntó al librero si conocía al autor y este le contestó que Andrés Pardo sólo había publicado un libro en su vida, que lo conocía porque habían sido muy amigos hasta que un accidente de coche lo había quitado la vida hacía unos años.
Desde entonces Ana sólo lee libros en papel. Y cuando de pronto le asalta la melancolía coge  su libro favorito de la estantería y de nuevo el anónimo autor le arrebata la cordura.
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miércoles, 14 de noviembre de 2018

AMOR, VERDADERO



Y ahora, cuando despiertes
Te irás.
¡Sigue durmiendo!
Déjame tenerte entre mis brazos
Déjame velar tu sueño,
Mirarte, acariciar tu pelo
Enmarañado, revuelto.
Te ves tan hermoso, tan bello.
Te lo digo y te ríes.
Tu sonrisa es franca, hermosa, abierta.
Te irás y será la única
Y última vez que nos amemos.
Tu recuerdo dormirá en mi pelo,
En mi vientre, en mis piernas, en mis manos,
Dormirá en mis ojos y mis labios.
¡Despierta! ¡Despierta!
Que llega el alba
Y  te sorprenderá enredado en mi cuerpo.
 morirá de envidia y de deseo.
Y te vas
y me besas
 Y me miras
 y sonríes.
Y me hablas:
Fue amor,
Verdadero

martes, 21 de agosto de 2018

DEDICATORIA

Seleccionado en el I concurso de microrrelatos  "Universo de  Libros" organizado por Diversidad Literaria para su publicación en papel. 




Marcos la rodeó con sus brazos y, como si fuera una niña, la sentó en su regazo y la acunó mientras las lágrimas resbalaban descontroladas  por sus mejillas. Marta seguía repitiendo las mismas preguntas una y otra vez: ¿quién es ella? ¿Por qué le dedicaste tu libro? ¿Quién es Marta?


-Marta ya no está. Se perdió en la memoria del tiempo.

viernes, 10 de agosto de 2018

LA TÍA ENRIQUETA Y EL TÍO KIKO




Esta es una versión libre de una  historia que he oído contar siempre, desde que era niña, en mi  pueblo. Un hecho que conmocionó a todos los habitantes de la pequeña población donde pasé gran parte de mi infancia y a la que sigo yendo cada vez que puedo.
Cuentan los viejos del lugar que pasó junto al potro que hay en la entrada del pueblo. Sus huellas estaban allí la mañana que salieron a buscarla.

 

Hacía un par de horas que había anochecido  y por fin había dejado de nevar. Un espeso manto blanco había cubierto todo el pueblo y ahora la niebla venía a completar el cuadro fantasmagórico en el que se había convertido la pequeña sierra que se alzaba sobre el inmenso valle.

Kiko, arrastrando los pies, se acercó a la puerta de la vieja casa de granito, se asomó y emitió un suspiro de resignación. Cerró la puerta y echó un tronco más de leña a la lumbre. No le gustaba gastar más de la debida porque eso suponía quedarse sin ella al final del invierno si este se presentaba más largo de lo normal, algo nada extraño en aquellas latitudes. Pero esta vez hizo una excepción porque si llegaba su mujer y la casa no estaba templada volvería a tomarla con él espetándole todo tipo de improperios, algo que acostumbraba a hacer aunque no hubiera motivo alguno.

Enriqueta era una mujer de fuerte carácter y rudas maneras. Se había casado con él porque había sido el único hombre que la había pretendido o, quizás, fue ella quien le pretendió a él. Y aunque Kiko era un hombre de pocas luces y mucho más mayor que ella disponía de una buena herencia.

A ella no le iba la vida del campo, siempre soñó con vivir en la ciudad, por eso, en cuanto pudo, convenció a su marido para comprar una casa en la capital. Solía ir todas las semanas a vender tierra blanca para lavar los bancos y las escaleras de madera de las casas pudientes a la vez que vendía lo que sacaba de los huertos que Kiko cultivaba con paciencia. Con esa escusa se pasaba un par de días o tres en la capital, paseando por sus calle, charlando con las vecinas y, dicen las malas lenguas, que saciando la fogosidad que su marido no podía o no sabía sofocar con un hombre que, además, la instruía en todo lo que tenía que ver con herencias ya que, al ser ella mucho más joven que su esposo, estaba convencida de que algún día todo lo que el bueno de Kiko poseía pasaría a ser suyo.

Kiko se sentó en uno de los banquillos de madera mientras esperaba a Enriqueta. Hacía rato que debería haber vuelto de la ciudad y con la niebla y la nieve que había caído podría tener dificultades para encontrar el camino de vuelta. Pero se tranquilizó pensando que el burro, arto de andar y desandar el camino, sabría regresar a casa. O quizás había decidido quedarse en la ciudad y regresar al día siguiente una vez se despejara la niebla.

Sentado frente al hogar  mirando fijamente las llamas que desprendía la lumbre, Kiko se perdía en sus pensamientos. Y en ellos estaba cuando su sobrino Juan, abrió la puerta del portal con urgencia a la vez que una ráfaga de viento helado inundó toda la cocina.
-¡Tío, tu burro ha llegado, está en la puerta del pajar, pero de la tía Enriqueta no hay ni rastro!
-Estará dando una vuelta a los animales, ya sabes que la gusta que esté todo a su gusto. No te preocupes, vuelve a tu casa que como llegue y te vea aquí se reirá de lo tonto que has sido por preocuparte tanto.

Juan se marchó dejando de nuevo a Kiko sumido en sus propios pensamientos:”Esta mujer, tiene que controlarlo todo. No vendrá lo suficientemente cansada de la ciudad que tiene que ponerse a fisgonear a ver si he metido la pata en algo y venir a echármelo en cara”.
Kiko decidió no esperarla y se fue a la cama porque si estaba dormido cuando ella llegara se evitaría una nueva bronca por sabe Dios qué tontería.

Cuando a la mañana siguiente despertó y vio su lado de la cama vacío, Kiko se asustó realmente, salió a buscar a su sobrino Juan y este dio la alarma en el pueblo.

Todo el pueblo reunido en la plaza salió a buscar a Enriqueta. Uno de los muchachos que había salido a buscarla encontró unas huellas al lado del potro, a unos cincuenta metros de las primeras casas del pueblo. Supusieron que eran de Enriqueta porque nadie más había pasado por allí. Las huellas seguían la carretera que une el pueblo  con el pueblo vecino. A unos doscientos cincuenta metros del pueblo hallaron a Enriqueta, tras una zarza, arrebujada sobre sí misma. Congelada.

Durante un tiempo Kiko estuvo descabalado, no hacía una a derechas, se culpaba de la muerte de su mujer. Se decía a si mismo que si hubiera salido a buscarla la noche que no llegó quizá la hubiera podido salvar, en otras ocasiones hablaba en alto con ella y le repetía una y otra vez:”¿por qué te bajaste del burro? Si no te hubieras bajado del burro no te habrías perdido. Sabes que los animales nunca se pierden”

Pasado el duelo Kiko empezó a superar la muerte de su esposa y a sentirse cómodo con la soledad. Ahora nadie le regañaba por no echar más leña al fuego, o por no haberse quitado las botas al entrar en casa y podía no lavarse los pies en una semana. Podía no hacer la cama y no pasaba nada, incluso podía ir con la ropa sucia. No le importaba que los demás se compadecieran de él porque no tenía quien le “atendiera”. Ahora él era el único  dueño de su propia vida. Y cuando se sumía en sus propios pensamientos frente a las llamas de la lumbre una leve sonrisa se dibujaba en su rostro.

Desde entonces, siempre que hay niebla y nieve, los mayores les dicen a los niños del pueblo: “no se puede salir hoy que os podéis perder y os puede pasar lo mismo que a la tía Enriqueta”



viernes, 12 de enero de 2018

PRISIONERA



Bucear en el lago que había al lado de casa, correr desnuda por la verde hierba, montar a caballo a través del bosque y subirse a la montaña que se reflejaba en las cristalinas aguas que, de vez en cuando, descansaban mansas después de kilómetros de rápidos y recodos. Cada día elegía uno de esos momentos,  se quitaba la cofia que oprimía su, ahora, afeitada cabeza y, tumbada en el camastro de la descascarillada celda, se dejaba invadir por sus recuerdos. Entonces era cuando disfrutaba de la libertad. 

jueves, 14 de diciembre de 2017

DESCONOCIDOS


A ella le gustaba ir a la cafetería que hay bajo los soportales de la Plaza de Santa Teresa. Los jueves eran los días más duros, tenía clase de expresión corporal. No sólo era el trabajo físico, sino que durante dos horas tenía que mantener la concentración y no dejarse invadir por las fantasías que le asaltaban a cada rato.
Estaba sentada junto a la ventana, empañada por la diferencia de temperatura con el exterior, tomándose un café humeante cuando un hombre de unos cuarenta años, alto,  de complexión más bien delgada y pelo canoso, que le daba un aire de lord inglés, le pidió si podían compartir mesa. No había ninguna libre y la barra estaba atestada de gente. A esas horas el pequeño café “Piquío” se ponía hasta la bandera.
No estaba acostumbrada a que un desconocido le pidiera compartir mesa,  por eso durante unos segundos escrutó su rostro intentando descubrir sus verdaderas intenciones, pero la franca sonrisa de él la tranquilizó.
Sara empezó a sentir cierto desasosiego mientras el hombre que tenía enfrente sorbía su café solo y sin azúcar a pequeños sorbos, haciendo como si no hubiera nadie delante de él. Ella no podía dejar de mirarlo mientras apartaba ese mechón rebelde que caía sobre su frente y que nunca había podido controlar. Y cuando, de tanto en tanto, él fijaba en ella su mirada como por casualidad, ella apartaba la suya rápidamente. Un escalofrío recorría su espalada y sus mejillas adquirían un color rosado que cuanto más trataba por evitar más rojas se ponían. Sus manos no podían dejar de temblar haciendo que el café formara tenues olas negras.
Cuando finalmente el hombre terminó su café, se levantó, la sonrió y se despidió de ella con un cálido “gracias por dejarme compartir su mesa. Ha sido un verdadero placer” y se marchó.
Sara se quedó allí reprochándose no haberle dado conversación. Si hubieran hablado, aunque sólo hubiera sido una de esas conversaciones superficiales y fatuas, quizás él la hubiera invitado a quedar otro día, o la habría dado su teléfono o quizá si la conversación se hubiera vuelto más profunda, habrían salido a pasear al frío de la tarde. Ahora ya nada se podía hacer, él se había ido y estaba segura de que no lo volvería a ver.
Llegó a casa con la melancolía instalada en los huesos. Como todas las tardes siguió el mismo ritual: se dio una ducha, se puso el pijama, dio de comer al gato y se sentó delante del ordenador para mirar el correo. Sara llevaba tiempo escribiéndose con un escritor al que no conocía pero del que había leído todas sus obras y del que estaba secretamente enamorada. Se intercambiaban correos en el que comentaban los textos de él y de vez en cuando se colaban algunas confidencias. Hoy abría el correo con la sensación de que le estaba traicionando. La sensación que el hombre extraño del café había dejado en ella había hecho que por un momento se hubiera replanteado sus sentimientos por el escritor.
En la bandeja de entrada había cinco correos en espera para ser leídos, pero ninguno era del autor. Leyó con desgana y cerró el ordenador. No tenía ganas de leer ni de hacer otra cosa que no fuera tirarse en el sofá y dejarse abducir por lo que fuera que pusieran en la televisión.
Amaneció en el sofá, con la televisión violando su despereza. Le costó un mundo poder enderezarse. Renqueante  fue a la cocina y se preparó un café. Puso la radio y se sentó con el dolor instalado en todo su cuerpo.  Se tomó el café con la mirada perdida en el baldosín blanco y descascarillado que tenía enfrente.
Cuando por fin el café hizo su efecto, además de una pastilla de ibuprofeno, se sentó delante del ordenador con la esperanza de haber recibido un correo de su autor favorito. Le extrañó no  haberlo recibido la noche anterior porque desde hacía un año no había faltado ni una sola noche a “la cita”.
Su corazón dio un brinco de alegría cuando en la bandeja de entrada vio que un correo suyo estaba esperando a ser leído. Con el dedo tembloroso, pulsó la tecla izquierda del ratón sobre  el correo:
Me gusta el mechón rebelde que cae sobre tu frente y que tú te empeñas en apartar como si no te dieras cuenta.
Adoro tus manos temblorosas sosteniendo la taza de café, tus ojos azules, y tus mejillas rosadas cuando te azoras.
Espero encontrarte, de nuevo mañana, a la misma hora, en el mismo sitio”






LLÉNAME DE TI

Estoy sedienta de sentimientos, de mis dedos salen palabras abortadas. Mi cuerpo sufre las llagas de la sequía. Mi alma se encoge y ...