Ana
es una lectora compulsiva. Tiene toda la casa llena de libros que, como un tesoro, los cuida y mima a diario. Se encarga de pasar todos los
días el plumero para que no cojan ni una mota de polvo. Los tienen ordenados
por autores. Sus favoritos, los que narran historias románticas, son los que ocupan un lugar prominente en la
estantería.
Ana
es madre soltera fruto de una locura de juventud. Trabaja de conserje en un
instituto y sale de vez en cuando con sus amigas. Lleva una vida bastante
común, incluso podríamos calificarla de anodina, pero que ella suple por una
pasión desmedida hacia la lectura. Los libros le transportan a lugares exóticos
y le hacen vivir historias románticas en
las que ella se convierte en protagonista.
Un
día que no tenía nada que leer, porque ya se había leído todo lo que había en
su biblioteca y no había podido ir a comprar el último libro, decidió probar
por internet y entrar en una de esas páginas donde los escritores que no tienen
posibilidades de publicar van colgando sus textos.
Descubrió
un mundo nuevo porque, además de leer historias fabulosas, le esperaba el placer de
ponerse frente al autor, cara a cara, y desnudar su estilo, comentar sus
imperfecciones, preguntar el por qué de sus relatos, dialogar, compartir sus
historias…, Era algo que ella siempre había imaginado como una fantasía y ahora
se había hecho realidad.
Se
enganchó por completo a estas páginas. Aunque los libros seguían siendo su
tesoro, esta nueva forma de lectura la atrapó por completo.
Comenzó
a seguir asiduamente a un autor un tanto descarado en sus textos. Era además irreverente,
contestatario, con una forma de escribir completamente diferente a lo que ella
estaba acostumbrada. La costaba entenderle y eso hacía que pasara horas dándole
vueltas a sus textos hasta que les encontraba sentido.
Uno
de aquellos textos la impactó de forma especial. En él, el autor, se convertía
en una psiquiatra atraída físicamente por el paciente al que tenía que tratar.
Era tanta la turbación que el hombre la provocaba que, aunque sabía que estaba
violando el código deontológico de la profesión, decidió continuar tratándolo.
Aquella forma de describir la tensión sexual que se respiraba en la consulta,
la descripción de las sensaciones físicas que el paciente provocaban en la
psiquiatra hizo que Ana descubriera un mundo nuevo en la literatura. Y se
descubrió a sí misma respirando agitadamente mientras leía, su piel se erizaba
y el calor se iba apoderando poco a poco de su cuerpo.
La primera vez
que leyó aquel texto se quedó trastornada, su mente comenzó a divagar y
a perderse en ensoñaciones y deseos.
Aquel día tenía
que salir, había quedado como todas las tardes con sus amigas. Y, aunque no le
apetecía demasiado se fue a la ducha a regañadientes. Mientras se desnudaba no pudo evitar
mirarse en el
espejo abrumada por un mundo de sensaciones que habían hecho despertar su
lívido hasta el punto de transformar la imagen desnuda que tenía ante el espejo
en una escena de excitación cargada de erotismo y sexo. Y como si se viera por
primera vez comenzó a recorrer su cuerpo con los dedos: su largo cuello aún
terso y suave, sus pechos firmes y las caderas torneadas, el vientre suave, los muslos fuertes y duros. Y pensó en aquel loco del relato,
aquel loco que no era otro que el propio autor disfrazado de loco. Y quiso ser
la psiquiatra para que él le dijera palabras obscenas escritas en un papel y
que fuera a ella a quien la dijera que lo más difícil sería dejar de imaginarla
desnuda. Quería arrebatar a la psiquiatra a su loco, y quería ser ella quien hiciera locuras de
amor.
Turbada
aún por aquello que no sabía reconocer, hizo un esfuerzo, abrió el grifo de la
ducha y se introdujo bajo el cálido torrente de agua con la esperanza de
limpiar su mente de toda aquella locura que se había apoderado de ella. Pero
mientras el agua resbalaba por todo su cuerpo el recuerdo de una frase del
texto sacudió su mente: “sólo soy deseo mientras escribo, cuando levante mi
pluma dejaré de existir” y no pudo dejar de imaginarse en la consulta frente a
él imaginándola desnuda, jugando a un juego imposible y sin sentido, saboreando
sus sabores, dibujando su cuerpo desnudo mientras lo imagina.
De
pronto una dulce sensación recorrió todo su cuerpo, su respiración se
entrecortó, el corazón se le aceleró, sus piernas se tensaron y “el dulce
néctar de los dioses” desapareció por el desagüe junto con la lluvia artificial
que, como caricias llegadas de aquel desconocido, le habían hecho temblar.
Cuando
salió de la ducha y con aquella sensación ardiente en sus entrañas no pudo
evitar la tentación de escribir al anónimo autor y describirle lo que ella
llamó “momento místico”. Se quedó
esperando delante del ordenador una respuesta rápida. Olvidó que había quedado
con sus amigas, y pasaban las horas mientras ella seguía clavada en la silla
con la vista fija en la pantalla que permanecía inmóvil. Finalmente y con la
decepción instalada en su cuerpo se fue a dormir arrepentida de haberse abierto
a aquel personaje que se confundía entre autor y loco.
A
la mañana siguiente lo primero que hizo al despertar fue ir a abrir el ordenador esperando, sin
mucha convicción, encontrar una respuesta a su mensaje. Se llevó una sorpresa
al encontrar la respuesta que tanto esperaba: “Nuestra convención es llamarlo
"momento místico". Como quien le pone nombre al deseo. A veces la
naturaleza es solo eso, el fluido que emana mientras nos invade la excitación.
Así que de inocencia, nada. Te propongo puro sexo.
Mi plan, lo reconozco, es una perversión. Mi apetito sexual se ha desbordado al
imaginarte en la ducha, estimulada, imaginativa, desnuda.”
A
partir de ese correo vinieron otros, todos cargados de excitación, de deseo y
lujuria. Nunca se vieron, nunca se tocaron, nunca pudieron mirarse a los ojos.
Durante años vivieron una locura de pasión y deseo como Ana jamás pudo
imaginar.
Un
día de pronto los correos cesaron. El nunca volvió a escribirla. Ana enloqueció
de dolor, intentó buscarlo por las redes sociales, pero nunca lo encontró.
Con
el paso de los años, paseando por una feria de libros un título llamó su atención: “Puro sexo. Epístolas”. Lo firmaba
Andrés Pardo Rivera. El corazón de Ana comenzó a golpearle tan fuertemente en
el pecho que estuvo a punto de desmayarse. Lo abrió con las manos temblorosas y
comenzó a leer. En aquel libro aparecían todos sus correos, sus fantasías más
íntimas, sus ilusiones y sensaciones escritas, esa parte de ella que sólo el
autor había conocido. Ana preguntó al librero si conocía al autor y este le
contestó que Andrés Pardo sólo había publicado un libro en su vida, que lo
conocía porque habían sido muy amigos hasta que un accidente de coche lo había
quitado la vida hacía unos años.
Desde
entonces Ana sólo lee libros en papel. Y cuando de pronto le asalta la
melancolía coge su libro favorito de la
estantería y de nuevo el anónimo autor le arrebata la cordura.
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