Se había levantado temprano.
Últimamente no aguantaba mucho en la cama y menos en verano, cuando se podía aprovechar el frescor
de la mañana, empaparse en él para poder aguantar el resto del día, cuando el
sol era implacable.
Decidió salir a pasear por el
centro de la ciudad. Era su hora favorita, El silencio de las calles y la brisa
fresca le hacían ver una ciudad más amable. Le gustaba su ciudad por las
mañanas, la hacía olvidar que en realidad seguía siendo un lugar medieval, en
el que las tradiciones y la religión eran más importantes que la evolución y el
progreso. Una ciudad anclada en el pasado, llena de viejos egoístas a los que
el futuro ya no les importaba porque ya no les afectaba.
Caminaba despacio, oyendo sus
propios pasos, respirando el aire puro e impregnándose de esa luz tan
particular que daba un aspecto de magnificencia a los viejos edificios.
Se sentó en la terraza de su
cafetería favorita, olía a café recién hecho y a tostadas calientes, una dulce
fragancia que le evocaban tiempos pasados.
El camarero no había
terminado de montar la terraza, pero aún así, se sentó y esperó a que fuera a
tomarle nota. Ni siquiera se había
fijado en su presencia y continuó con su tarea de desmontar las sillas una por
una y colocarlas alrededor de las mesas. De vez en cuando saludaba a algún
vecino que pasaba por la plaza, y continuaba con su rutinaria tarea sin
percatarse que ella estaba ahí.
Estaba sola en la terraza, tenía que verla.
Mientras esperaba no pudo evitar
fijarse en la pareja que desayunaba dentro del local. Se quedó petrificada
cuando reconoció a su marido sentado frente a una mujer a la que no podía ver
el rostro porque estaba sentada de espaldas, pero a él se le veía contento, atento
a lo que ella le estaba contando, sonriendo y asintiendo. Seguía teniendo
esa expresión de niño travieso que no se le quitó con los años.
Su corazón se encogió y su
pulso se aceleró, no podía respirar. ¿Qué hacía allí Ernesto? Y ¿Quién era
esa mujer?
Esperó, sin ser atendida, hasta
ver salir a la pareja. Pasaron por su lado sin verla y se subieron a la moto
que estaba aparcada a pocos metros de la terraza.
Su rostro se llenó de lágrimas cuando
comprendió que había vuelto al lugar donde volvía todos los años desde que
sufrió aquel horrible accidente que la mantenía postrada en una cama desde
hacía cinco años.
Tendida en la cama del hospital,
Ernesto no podía apartar la mirada de aquel dulce rostro inexpresivo, cogió su
mano y una lágrima brotó de sus azules ojos perdidos no se sabe dónde.