[fotografía: Oscar Muñoz Carrera] |
“Se hacían señales desde la distancia.
Sólo el reflejo de los rayos de sol, que salían despedidos del espejo como
saetas, era todo su lenguaje. No necesitaban nada más. Aquella estrella
luminosa en plano día era toda su comunicación. En ese momento sabían que sus
almas estaban unidas por unos minutos, que sus pensamientos se dirigían el uno
al otro, que no había distancia, que se seguían amando.
No les habían dejado unir sus
vidas, les habían separado sin poder conocer los labios del otro, su respiración,
su aliento, el olor de sus cabellos, el tacto de su piel. Les habían robado la
palabra pero no habían conseguido separar sus almas.
Desde el mismo momento que
cruzaron sus miradas, cuando el recorría la ciudad a caballo, victorioso, supieron
que nunca dejarían de amarse”.
Juan estaba fascinado por la
historia y por los ojos de la mujer que los relataba. Era la
primera vez que visitaba la ciudad y Adela se desvivía por contarle las viejas leyendas y enseñarle todos los
rincones de la antigua ciudad que ella conocía tan bien.
Juan y Adela se conocían sin
verse, sabían el uno del otro sin que nunca hubieran cruzado una palabra y
ahora estaban allí, los dos juntos paseando por las calles empedradas
descubriendo que había algo que les unía, algo que habían sospechado pero que
ahora podían confimar. Lo supieron nada más verse y un estremecimiento les
recorrió todo su ser. Pero, al igual que a los amantes de “Aunque os pese la
veré”, les estaba prohibido. Almas
gemelas destinadas a no unirse nunca.
Juan se llevaría todos los
cuentos y leyendas de la ciudad encerrados en su corazón. Nunca podría olvidar
a la mujer que le abrió su corazón y que se lo envolvió en relatos antiguos de amores imposibles y guerras perdidas.
Ella se quedaría allí, en la
Ciudad de los Cuentos, con el recuerdo de Juan como el caballero victorioso al
que nunca volvería a ver, pero al que no olvidaría jamás porque se había llevado
un pedazo de su alma.