No podía dejar de mirar a toda
aquella gente. Todos en un mismo lugar, a la misma vez, en la misma dirección y
nadie prestaba atención a nadie. Sólo ella los observaba, imaginando
como serían sus vidas, a dónde iban, de dónde venían.
Nadie la miraba. Si lo hubieran
hecho habrían visto en ella la vulnerabilidad. Una mujer pequeña pero con aires
de suficiencia, mostrando al mundo que sabía a dónde iba y segura de por qué lo
hacía. Pero no era verdad, era solo aquella máscara con la que solía
presentarse al mundo. Pero si se la miraba bien, si se acertaba a mirar en el
fondo de su alma, entonces se adivinaría la fragilidad, la inseguridad y la
incertidumbre que arrastraba.
Se había autoconvencido de que lo
que estaba haciendo era lo que quería hacer, que nadie ni nada podría
impedírselo y si alguien se atreviera a hacerlo, ella pondría aún más empeño y
fuerza en conseguir lo que se había propuesto. Siempre había sido igual, nunca
se doblegó a los deseos de los que no fueran las personas a las que había amado
y por las que hubiera dado cualquier cosa, incluso su voluntad.
Ahora estaba ahí, en ese vagón de
metro, lleno de gente que no se miraba, que se ignoraba, gente yendo en la
misma dirección, respirando el mismo aire, a la misma hora, en el mismo lugar y
ninguno se miraba, nadie sonreía, se comportaban como entes sin alma. ¿Dónde
habían perdido el alma?. Seguramente la recuperarían en el mismo momento que
salieran de ese tren y llegaran a sus hogares donde alguien les recibiría con
afecto, con ternura, o quizás también con indiferencia, pero eso les devolvería
la consciencia, les devolvería a la vida. Ese vagón les absorbía el alma.
A ella, toda esa gente no le era indiferente, se acordaría del hombre que leía a Foucault,
de la mujer que se miraba en la ventanilla a modo de espejo, de la chica de la
minifalda que llevaba una carrera en la media, del chico de la gorra roja que
dormitaba en uno de los asientos, de la anciana de mirada perdida, de la mujer
de aspecto sudamericano que llevaba de la mano a un niño, que seguramente sería
su hijo, de aquel hombre mayor tan atractivo, de pelo canoso, que se sujetaba a
la barra central del vagón. Nade le era indiferente porque ella seguía viva en
ese vagón, y seguía viva porque aún no había perdido la ilusión.
Todo aquello la resultaba
extraño, al igual que la ciudad, en dónde todo era hostil para ella, pero todo
eso no importaba si de lo que se trataba era de su felicidad. Había decidido
despreciar todo aquello que le suponía
un obstáculo y pelear por lo que quería, y ahora lo único que deseaba más que
nada en el mundo era encontrarse con él.
Salió del metro y respiró el aire
fresco que la lluvia había dejado en Madrid. Había desaparecido el efecto asfixiante
de la contaminación y eso la animó. El paseo hasta su casa sería agradable y
despejaría sus dudas.
Caminó despacio, observando los
viejos letreros de los viejos comercios, algunos ya casi no se distinguían,
otros estaban recién pintados y otros se habían modernizado colocando luces de
neón. Los escaparates habían apagado sus
luces para ahorrar, la crisis les tenía atenazados, tenían que ahorrar en todo
lo que pudiesen y ahorrar luz en el escaparate era algo que se podían permitir
ya que en ese barrio nadie paseaba de noche, por lo que no había nadie a quien
enseñar la mercancía.
Se detuvo ante uno de los
escaparates con letreros de neón que ahora se encontraban apagados y tuvo que
hacer un esfuerzo en distinguir lo que allí se presentaba, pero conocía la
tienda, sabía que era una tienda de libros antiguos. Le gustaba asomarse al
escaparate y ver las novedades, nunca se
sabe lo que se puede encontrar en estas tiendas y ella era una gran amante de
los viejos libros, esos libros llenos de historias que muy pocos han leído y
que contienen los pensamientos y fantasías de personas normales que un día
fueron los suficientemente valientes como para atreverse a publicarlas. La mayoría de las veces esas historias eran relatos maravillosos que
te atrapaban en un mundo fantástico del que no querías salir. Un mundo que a
medida que ibas leyendo te iba absorbiendo y cuando llegabas a la
palabra fin te resultaba difícil adaptarte a la realidad. No querías que
acabara nunca y leías despacio, degustando y saboreando cada palabra, cada
frase, cada párrafo.
De pronto se fijó en un título, “
la indefinible palabra incertidumbre” de John Svenson…ese título la atrapó por
completo. A veces eran los títulos lo que la llamaban la atención, como en este
caso, otras era el dibujo de la portada, otras el grosor, y en otras ocasiones
las manchas de café en las tapas…siempre imaginaba lo que habría dentro y la
historia del autor, del libro, por qué manos habría pasado, dónde habría
estado, ¿En una gran biblioteca o en una pequeña biblioteca de una pequeña casa
en dónde el único que leía era el padre en voz alta para toda la familia? Se
hacía esas preguntas y construía todo un mundo alrededor de ellas.
Este título…incertidumbre!. Qué
difícil. Cómo podría definirse esa sensación que ella sentía en ese mismo
momento. Seguramente John Svenson podría hacerlo. Ella no podía, era un
sentimiento tan contradictorio, tan agobiante, tan intenso que nunca hubiera
encontrado las palabras adecuadas.
Cuando por fin llegó al portal,
se paró delante, arregló su cabello, y llamó al portero. El corazón se le
aceleró tanto que notaba las palpitaciones en la garganta y si alguien hubiera
pasado por allí hubiera creído oír a un caballo desbocado. Esperó tres minutos
que le parecieron tres semanas hasta que él contestó, “sube”. No le hizo falta
preguntar quién era porque sabía perfectamente que ella había llegado. Siempre
llegaba a la misma hora, ni un minuto antes ni un minuto después.
Cómo siempre sintió que sus
piernas se convertían en dos columnas de hierro que resultaban difícil de
mover. Todo su cuerpo se ponía en tensión y su respiración se hacía más lenta,
tanto que sentía que se asfixiaba. Dos plantas y sentía que estaba subiendo el
Empire State.
Y allí estaba él, con su sonrisa
abierta, su pelo desgreñado, y sus ojos negros clavados en ella.
Pero no podía quitarse de la cabeza
esas dos palabras. “en línea”. La martilleaban una y otra vez. Se había pasado
toda la semana mirando el wassap, siempre aparecía en línea a la misma hora en la que solía hablar con
ella, pero muy pocas veces le enviaba un mensaje. Cuando lo hacía no había nada
nuevo, todo era rutinario. ¿Cuando había empezado a convertirse en algo
rutinario? Llevaban tan poco tiempo saliendo que no era posible que aquello fuera ya
pura rutina. Había algo más y ella lo sabía pero callaba.
Continuaría con lo que se había
propuesto, ser feliz y dejaría de dar importancia a aquel “en línea” que tanto
la martirizaba.
Se recordaba una y otra vez que él la hacía feliz cuando estaban juntos y que fuera lo que fuera aquello, lo
apartaría de su mente porque no podía aspirar a nada más que a ser feliz unas
horas, unos días o con suerte unas semanas.
La gustaba imaginar que hacía un rato que él había llegado
de trabajar y estaba impaciente por encontrarse con ella, que nunca se lo había
dicho pero era lo único que le sacaba de la apatía diaria. Que el día que ella iba
a visitarle, el día que ella le llenaba de besos, el día que ella le acurrucaba
en su regazo, ese era el día más feliz. Que se había convertido en la única causa
por la que vivir y luchar. Que esas horas de
felicidad bien valían todo el sufrimiento de la semana, o del mes, si la
recompensa era perderse en sus ojos y sentirse protegido entres su brazos.
Que durante esos días y esas horas el mundo
exterior desaparecía mientras entre los dos construían un mundo en el que ambos eran
los dueños, en el que no había cabida para nadie
más ni para nada más. Sólo los dos, como en las historias románticas que a ella
tanto le gustaban y de las que él antes tanto se reía, hasta que comprendió que él ahora también estaba construyendo una de esas historias.
La gustaba imaginar que se mirarían como si nunca se
hubieran separado, como si fuera la primera vez que se adivinaban, como
siempre, intensamente. Se abrazarían largamente, con un abrazo cálido, ávido de afecto,
de amor y de pasión. Buscarían los labios del otro y se fundirían en un largo y
apasionado beso, un beso de esos que echas de menos cuando no los tienes, un
beso de esos que cuentan historias, un beso de esos que no te callas, que
cuentas y cuentas porque cuando lo cuentas lo revives una y otra vez.
Y ambos entrarían en su mundo, un
mundo que duraría dos días, tres días, una semana, un mundo alejado de las
miradas, de la interferencia del mundo exterior, un mundo construido por y para
los dos.
Un mundo al que no podemos
acceder, tal vez imaginado, tal vez imposible.