Esta es una versión libre de
una historia que he oído contar siempre,
desde que era niña, en mi pueblo. Un
hecho que conmocionó a todos los habitantes de la pequeña población donde pasé
gran parte de mi infancia y a la que sigo yendo cada vez que puedo.
Cuentan los viejos del lugar
que pasó junto al potro que hay en la entrada del pueblo. Sus huellas estaban
allí la mañana que salieron a buscarla.
Hacía un par de horas que había anochecido
y por fin había dejado de nevar. Un espeso manto blanco había cubierto
todo el pueblo y ahora la niebla venía a completar el cuadro fantasmagórico en
el que se había convertido la pequeña sierra que se alzaba sobre el inmenso
valle.
Kiko, arrastrando los pies, se acercó a la puerta de la vieja casa de
granito, se asomó y emitió un suspiro de resignación. Cerró la puerta y echó un
tronco más de leña a la lumbre. No le gustaba gastar más de la debida porque
eso suponía quedarse sin ella al final del invierno si este se presentaba más
largo de lo normal, algo nada extraño en aquellas latitudes. Pero esta vez hizo
una excepción porque si llegaba su mujer y la casa no estaba templada volvería
a tomarla con él espetándole todo tipo de improperios, algo que acostumbraba a
hacer aunque no hubiera motivo alguno.
Enriqueta era una mujer de fuerte carácter y rudas maneras. Se había casado
con él porque había sido el único hombre que la había pretendido o, quizás, fue
ella quien le pretendió a él. Y aunque Kiko era un hombre de pocas luces y
mucho más mayor que ella disponía de una buena herencia.
A ella no le iba la vida del campo, siempre soñó con vivir en la ciudad,
por eso, en cuanto pudo, convenció a su marido para comprar una casa en la
capital. Solía ir todas las semanas a vender tierra blanca para lavar los
bancos y las escaleras de madera de las casas pudientes a la vez que vendía lo
que sacaba de los huertos que Kiko cultivaba con paciencia. Con esa escusa se
pasaba un par de días o tres en la capital, paseando por sus calle, charlando
con las vecinas y, dicen las malas lenguas, que saciando la fogosidad que su
marido no podía o no sabía sofocar con un hombre que, además, la instruía en
todo lo que tenía que ver con herencias ya que, al ser ella mucho más joven que
su esposo, estaba convencida de que algún día todo lo que el bueno de Kiko
poseía pasaría a ser suyo.
Kiko se sentó en uno de los banquillos de madera mientras esperaba a
Enriqueta. Hacía rato que debería haber vuelto de la ciudad y con la niebla y
la nieve que había caído podría tener dificultades para encontrar el camino de
vuelta. Pero se tranquilizó pensando que el burro, arto de andar y desandar el
camino, sabría regresar a casa. O quizás había decidido quedarse en la ciudad y
regresar al día siguiente una vez se despejara la niebla.
Sentado frente al hogar mirando
fijamente las llamas que desprendía la lumbre, Kiko se perdía en sus
pensamientos. Y en ellos estaba cuando su sobrino Juan, abrió la puerta del
portal con urgencia a la vez que una ráfaga de viento helado inundó toda la
cocina.
-¡Tío, tu burro ha llegado, está en la puerta del pajar, pero de la tía
Enriqueta no hay ni rastro!
-Estará dando una vuelta a los animales, ya sabes que la gusta que esté
todo a su gusto. No te preocupes, vuelve a tu casa que como llegue y te vea
aquí se reirá de lo tonto que has sido por preocuparte tanto.
Juan se marchó dejando de nuevo a Kiko sumido en sus propios
pensamientos:”Esta mujer, tiene que controlarlo todo. No vendrá lo suficientemente
cansada de la ciudad que tiene que ponerse a fisgonear a ver si he metido la
pata en algo y venir a echármelo en cara”.
Kiko decidió no esperarla y se fue a la cama porque si estaba dormido
cuando ella llegara se evitaría una nueva bronca por sabe Dios qué tontería.
Cuando a la mañana siguiente despertó y vio su lado de la cama vacío, Kiko
se asustó realmente, salió a buscar a su sobrino Juan y este dio la alarma en
el pueblo.
Todo el pueblo reunido en la plaza salió a buscar a Enriqueta. Uno de los
muchachos que había salido a buscarla encontró unas huellas al lado del potro,
a unos cincuenta metros de las primeras casas del pueblo. Supusieron que eran
de Enriqueta porque nadie más había pasado por allí. Las huellas seguían la
carretera que une el pueblo con el
pueblo vecino. A unos doscientos cincuenta metros del pueblo hallaron a
Enriqueta, tras una zarza, arrebujada sobre sí misma. Congelada.
Durante un tiempo Kiko estuvo descabalado, no hacía una a derechas, se
culpaba de la muerte de su mujer. Se decía a si mismo que si hubiera salido a
buscarla la noche que no llegó quizá la hubiera podido salvar, en otras
ocasiones hablaba en alto con ella y le repetía una y otra vez:”¿por qué te
bajaste del burro? Si no te hubieras bajado del burro no te habrías perdido.
Sabes que los animales nunca se pierden”
Pasado el duelo Kiko empezó a superar la muerte de su esposa y a sentirse
cómodo con la soledad. Ahora nadie le regañaba por no echar más leña al fuego,
o por no haberse quitado las botas al entrar en casa y podía no lavarse los
pies en una semana. Podía no hacer la cama y no pasaba nada, incluso podía ir
con la ropa sucia. No le importaba que los demás se compadecieran de él porque
no tenía quien le “atendiera”. Ahora él era el único dueño de su propia vida. Y cuando se sumía en
sus propios pensamientos frente a las llamas de la lumbre una leve sonrisa se
dibujaba en su rostro.
Desde entonces, siempre que
hay niebla y nieve, los mayores les dicen a los niños del pueblo: “no se puede
salir hoy que os podéis perder y os puede pasar lo mismo que a la tía
Enriqueta”
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