viernes, 10 de agosto de 2018

LA TÍA ENRIQUETA Y EL TÍO KIKO




Esta es una versión libre de una  historia que he oído contar siempre, desde que era niña, en mi  pueblo. Un hecho que conmocionó a todos los habitantes de la pequeña población donde pasé gran parte de mi infancia y a la que sigo yendo cada vez que puedo.
Cuentan los viejos del lugar que pasó junto al potro que hay en la entrada del pueblo. Sus huellas estaban allí la mañana que salieron a buscarla.

 

Hacía un par de horas que había anochecido  y por fin había dejado de nevar. Un espeso manto blanco había cubierto todo el pueblo y ahora la niebla venía a completar el cuadro fantasmagórico en el que se había convertido la pequeña sierra que se alzaba sobre el inmenso valle.

Kiko, arrastrando los pies, se acercó a la puerta de la vieja casa de granito, se asomó y emitió un suspiro de resignación. Cerró la puerta y echó un tronco más de leña a la lumbre. No le gustaba gastar más de la debida porque eso suponía quedarse sin ella al final del invierno si este se presentaba más largo de lo normal, algo nada extraño en aquellas latitudes. Pero esta vez hizo una excepción porque si llegaba su mujer y la casa no estaba templada volvería a tomarla con él espetándole todo tipo de improperios, algo que acostumbraba a hacer aunque no hubiera motivo alguno.

Enriqueta era una mujer de fuerte carácter y rudas maneras. Se había casado con él porque había sido el único hombre que la había pretendido o, quizás, fue ella quien le pretendió a él. Y aunque Kiko era un hombre de pocas luces y mucho más mayor que ella disponía de una buena herencia.

A ella no le iba la vida del campo, siempre soñó con vivir en la ciudad, por eso, en cuanto pudo, convenció a su marido para comprar una casa en la capital. Solía ir todas las semanas a vender tierra blanca para lavar los bancos y las escaleras de madera de las casas pudientes a la vez que vendía lo que sacaba de los huertos que Kiko cultivaba con paciencia. Con esa escusa se pasaba un par de días o tres en la capital, paseando por sus calle, charlando con las vecinas y, dicen las malas lenguas, que saciando la fogosidad que su marido no podía o no sabía sofocar con un hombre que, además, la instruía en todo lo que tenía que ver con herencias ya que, al ser ella mucho más joven que su esposo, estaba convencida de que algún día todo lo que el bueno de Kiko poseía pasaría a ser suyo.

Kiko se sentó en uno de los banquillos de madera mientras esperaba a Enriqueta. Hacía rato que debería haber vuelto de la ciudad y con la niebla y la nieve que había caído podría tener dificultades para encontrar el camino de vuelta. Pero se tranquilizó pensando que el burro, arto de andar y desandar el camino, sabría regresar a casa. O quizás había decidido quedarse en la ciudad y regresar al día siguiente una vez se despejara la niebla.

Sentado frente al hogar  mirando fijamente las llamas que desprendía la lumbre, Kiko se perdía en sus pensamientos. Y en ellos estaba cuando su sobrino Juan, abrió la puerta del portal con urgencia a la vez que una ráfaga de viento helado inundó toda la cocina.
-¡Tío, tu burro ha llegado, está en la puerta del pajar, pero de la tía Enriqueta no hay ni rastro!
-Estará dando una vuelta a los animales, ya sabes que la gusta que esté todo a su gusto. No te preocupes, vuelve a tu casa que como llegue y te vea aquí se reirá de lo tonto que has sido por preocuparte tanto.

Juan se marchó dejando de nuevo a Kiko sumido en sus propios pensamientos:”Esta mujer, tiene que controlarlo todo. No vendrá lo suficientemente cansada de la ciudad que tiene que ponerse a fisgonear a ver si he metido la pata en algo y venir a echármelo en cara”.
Kiko decidió no esperarla y se fue a la cama porque si estaba dormido cuando ella llegara se evitaría una nueva bronca por sabe Dios qué tontería.

Cuando a la mañana siguiente despertó y vio su lado de la cama vacío, Kiko se asustó realmente, salió a buscar a su sobrino Juan y este dio la alarma en el pueblo.

Todo el pueblo reunido en la plaza salió a buscar a Enriqueta. Uno de los muchachos que había salido a buscarla encontró unas huellas al lado del potro, a unos cincuenta metros de las primeras casas del pueblo. Supusieron que eran de Enriqueta porque nadie más había pasado por allí. Las huellas seguían la carretera que une el pueblo  con el pueblo vecino. A unos doscientos cincuenta metros del pueblo hallaron a Enriqueta, tras una zarza, arrebujada sobre sí misma. Congelada.

Durante un tiempo Kiko estuvo descabalado, no hacía una a derechas, se culpaba de la muerte de su mujer. Se decía a si mismo que si hubiera salido a buscarla la noche que no llegó quizá la hubiera podido salvar, en otras ocasiones hablaba en alto con ella y le repetía una y otra vez:”¿por qué te bajaste del burro? Si no te hubieras bajado del burro no te habrías perdido. Sabes que los animales nunca se pierden”

Pasado el duelo Kiko empezó a superar la muerte de su esposa y a sentirse cómodo con la soledad. Ahora nadie le regañaba por no echar más leña al fuego, o por no haberse quitado las botas al entrar en casa y podía no lavarse los pies en una semana. Podía no hacer la cama y no pasaba nada, incluso podía ir con la ropa sucia. No le importaba que los demás se compadecieran de él porque no tenía quien le “atendiera”. Ahora él era el único  dueño de su propia vida. Y cuando se sumía en sus propios pensamientos frente a las llamas de la lumbre una leve sonrisa se dibujaba en su rostro.

Desde entonces, siempre que hay niebla y nieve, los mayores les dicen a los niños del pueblo: “no se puede salir hoy que os podéis perder y os puede pasar lo mismo que a la tía Enriqueta”



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