He recibido una carta de las de
antes, de esas que llegaban con sobre ribeteado con franjas azules y rojas. Me
he quedado sorprendida al abrir el buzón, pensando que el cartero se había
equivocado pues, aparte de correo publicitario y del banco, no llega a mi buzón
ninguna otra misiva.
El sobre que en su tiempo debió
ser blanco había adquirido un color amarillento, con algunas manchas que no
sabría explicar su procedencia, quizás
moho, café o chocolate, pero lo que estaba claro es que ese sobre había pasado
mucho tiempo dando tumbos por el mundo.
Después del primer impacto, la
curiosidad me lleva a leer el nombre del destinatario y cuál es mi sorpresa cuando el nombre que
aparece allí escrito era el mío: Irene Sandobal Artero, pero la dirección estaba equivocada. Estaba claro
que el cartero había cometido un error. Llamé
a correos y pregunté por Benito, mi cartero de toda la vida. Comenzó a trabajar
cuando tuvieron que aumentar la plantilla porque la ciudad se había desbordado
por los extremos con la creación de nuevos barrios de clase media plagados de
chalets adosados.
Me dijeron que Benito ya ha
salido del turno, que tendría que
esperar al día siguiente para hablar con él. Decepcionada y con el gusanillo de
la curiosidad carcomiéndome no podía dejar de dar vueltas a ese sobre. No tenía
remite, pero el matasellos llevaba el nombre de Buenos Aires, Argentina.
Dejé el sobre en la bandeja del
mueble de la entradita y decidí volver a mis quehaceres, pero el desasosiego se
había instalado en mí de tal manera que no dejaba de asomarme para echarle un
vistazo una y otra vez. No debería abrirlo, quizá la destinataria sea otra
Irene Sandobal Artero, hay mucha gente que se llama y apellida igual. Me
convencí a mi misma y volví a dejar el sobre en la bandeja.
No podía dejar de pensar en
el maldito sobre y en su contenido. Finalmente
las ansias me pudieron y lo abrí.
En el interior una hoja de papel, que en su
tiempo debió ser blanca, se cubría de
palabras de trazo elegante, perfecto, permitiéndose alguna coquetería en
las mayúsculas adornadas con una
exquisita filigrana. Después de admirar aquella caligrafía comience a leer, no
sin una cierta sensación de culpa.
Buenos Aires, 14 de Julio de 1936*
Mi muy amada Irene:
Espero que a la llegada de esta te encuentres bien, yo bien gracias a
Dios.
Hace dos meses que te marchaste y no puedo expresarte con palabras
cuanto te echo de menos.
Siento tanto no haber podido acompañarte, que mi alma se rompe cada vez
que recuerdo tu partida, sólo me consuela la certeza de que en pocos días podré
volver a verte.
El recuerdo de cómo nos conocimos sirve de bálsamo para aplacar el
dolor de las heridas que se abrieron en mi corazón cuando te vi en aquel barco,
tan bonita, con tu vestido blanco, tu melena rubia balanceándose con el viento
y las lágrimas derramándose en tus ojos mientras con un pañuelo me decías
adiós.
¿Te acuerdas, Irene? Aquella tarde, en el Mercado Grande, cuando ibas
paseando bajo los soportales y pasaste a mi lado, me miraste y me sonreíste? ¿Cuando
yo, con cara de lelo, te seguía con la mirada porque creí haber visto una diosa
en carne y hueso?. Me di tal tropezón y que caí de bruces al suelo. Mi nariz
sangraba tanto que mi camisa blanca quedó teñida de rojo y tu, asustada te
diste la vuelta, me ayudaste a levantarme y me dijiste: “tranquilo, soy enfermera.
No es nada.” Y sacaste tu pañuelo blanco del bolso, me lo pusiste en la nariz y
me hiciste levantar el brazo izquierdo para cortar la hemorragia. Nunca me
había sentido tan ridículo y tan afortunado a la vez.
Desde aquel día, por un motivo u otro siempre teníamos una escusa para
encontrarnos y para perdernos por los caminos que bordean la muralla. Esa
muralla que tanto añoro y que fue testigo de nuestro primer beso, de nuestras
primeras caricias, testigo de nuestro amor desenfrenado.
Ahora, desde la distancia me ahoga tu ausencia.
Perdóname Irene, perdóname por no comprender que no podías vivir fuera
de tu tierra, perdóname por no ver la infelicidad que te causaba el desarraigo,
por no ver que ese no era el lugar donde pudieras echar raíces. Te arranqué de
allí como el que arranca una orquídea y quiere que sobreviva en el ártico.
He decidido dejarlo todo, en dos meses estaré entre tus brazos de
nuevo, añoro tus besos y tu caricias, tu sonrisa.
Estoy ansioso por coger ese barco y volver a encontrarme contigo.
Esperando que estés bien, que te encuentres por fin feliz en tu hogar
de donde nunca debí sacarte me despido de ti, amor mío, hasta dentro de dos
meses.
Un abrazo y un beso
Te amo
Marcos.
Me quedé paralizada. De pronto
una sensación de tristeza me invadió completamente el ánimo recordando las
viejas historias que mi madre me había contado.
“Mi abuela Irene se enamoró de un
joven abulense con el que mantuvo una relación de tres años hasta que al
muchacho le entraron las ansias de aventura y decidió irse a hacer fortuna a
Argentina. Mi abuela que estaba perdidamente enamorada de él, le siguió. En
Argentina Marcos , que así se llamaba el muchacho abrió una tienda de vinos
españoles que fue muy bien aceptada por los bonaerenses. Rápidamente el negocio
prosperó y se expandió por varias ciudades de Argentina. Las cosas les iban
económicamente muy bien. Mi abuela encontró trabajo en un hospital de la
capital y aparentemente todo era felicidad, pero añoraba su tierra, no
terminaba de encajar en una ciudad en la que todo le era desconocido. Aguantó durante un tiempo porque no quería separarse
de mi abuelo, pero cuando supo de su embarazo decidió que su hijo tenía que
nacer en España. Le propuso a Marcos la vuelta, pero este se negó alegando que
no podía tirarlo todo por la borda, ahora que habían conseguido fortuna. Ella
no esperó, decidió volverse sola, sin contarle a Marcos lo de su embarazo, eso
le hubiera dado la escusa perfecta para impedirla su vuelta.
Según me contó mi madre, mi
abuela nunca más tuvo noticias de mi abuelo, y entró en una profunda depresión
después del parto, pensando que él se había olvidado de ella y que seguramente
habría rehecho su vida con alguna de las argentinas tan bonitas que siempre le
estaban rondando.
Cuando estalló la guerra civil mi abuela se fue al pueblo
con sus padres, porque en la ciudad se hacía insostenible mantener a una criatura una mujer sola.
Escaseaba la comida y había que hacer colas interminables para conseguir una
hogaza de pan. Al menos en el pueblo tenían la huerta y los animales que les
proporcionaban sustento diario.
Antes de finalizar la guerra mi
abuela murió, dicen que de pena. Ahora diríamos que no superó la depresión en
que se sumió después del parto y que sobrellevó como una carga hasta que mi madre
cumplió los dos años”.
Mi abuela murió sin saber que mi
abuelo aún la amaba y ahora soy yo la única que sabe que siempre la amó.
*El 18 de julio 1936 se produce
el golpe de estado que llevará a España a una guerra civil que durará tres
años.