Por fin había conseguido
que doliera menos. Las heridas seguían ahí pero estaban cicatrizando.
Había
rehecho su vida, salía con sus amigos y amigas. Ahora estaba tranquilo, aunque
de vez en cuando le asaltaba la tristeza y se pasaba una hora llorando sin que
pudiera reprimir las lágrimas que salían a borbotones de sus ojos como cascadas
de un río desbordado.
¿Por qué había abierto la puerta?
Sabía que aquella había sido una mala decisión. Cuando recibió el mensaje
anunciándole que iba a ir a verle se había propuesto no contestar y no abrir
nunca aquella puerta. Eso significaría volver al mismo sufrimiento de siempre,
a las mismas humillaciones de siempre. No lo haría. Sería fuerte y no
abriría.
Cuando oyó el timbre su corazón
saltó del pecho, su respiración se aceleró, sus piernas se volvieron de goma y una arcada
amarga inundó su boca .Se aferró al sillón en el que estaba sentado repitiéndose que no abriría. Pero el
timbre siguió sonando, una y otra vez martilleándole el cerebro. Oyó su voz al
otro lado de la puerta, “abre por favor, no puedo vivir sin ti. Te echo de
menos, siento todo lo que te he dicho, siento todo lo que te he hecho. Ábreme,
sólo quiero hablar, nada más. Te quiero”.
Y aquella maldita puerta se abrió
y lo que en los primeros días fue el paraíso, en unas semanas volvió a convertirse en el infierno que ya
antes había conocido, aquel infierno que había vivido y que se había prometido
no volver a repetir. Su dignidad había desaparecido y su autoestima se había
enterrado en el lugar más profundo de su ser.
Sabía que aquello iba a ocurrir,
lo había presentido desde el día que ella se fue dando un portazo, y en el
fondo, muy en el fondo, había albergado la esperanza de que ocurriera.
Ya no sabía vivir si no era en el
infierno.