No puede dejar de mirarse las uñas mientras apoya sus manos
en el regazo, echada en el sofá con los pies sobre la mesita del salón,
desvencijada. Tiene las uñas rotas, astilladas, como las patas de la silla que
agoniza en medio del comedor.
Su cuerpo dolorido descansa sobre el sofá, inmóvil, sin
atreverse siquiera a respirar porque cada exhalación es un puñal que se hunde
en su pecho.
Ya ni sus ojos pueden consolarse con el llanto porque las
lágrimas se perdieron en el tiempo y la agonía.
No espera.
La muerte se la llevó con la primera bofetada.