Laura se despertó sobresaltada por el ruido insoportable del
viejo despertador heredado de su abuela. Un viejo cacharro con una gran esfera
blanca, ahora amarillenta, grandes números negros, y dos campanas metálicas
sobre un gran anillo plateado que remimbraban de tal manera que podían saltarte
los tímpanos. Le dio un manotazo con tal
furia que lo mandó al otro lado de la habitación. El despertador cesó en su
intento de dejar sorda de por vida a la joven durmiente.
Laura volvió a su postura anterior, se arropó y siguió
durmiendo, no por mucho rato, pues
después de cinco minutos alguien aporreó su puerta:
_Laura, si no te levantas ahora mismo vas a volver a llegar tarde!
Laura abrió los ojos, se tapó la cabeza con la sábana y
volvió a dormirse.
Media hora después Teresa, su hermana menor, entró como un
huracán en el dormitorio:
-Laura! Te has vuelto a quedar dormida! Son las
nueve!
Laura dió un salto y se puso de pie en un santiamén, se
vistió a toda prisa, recogió sus libros y salió corriendo de casa sin desayunar
y sin peinarse. Llevaba el pelo tan revuelto que más bien parecía que hubiera metido la cabeza en la
centrifugadora, pero ella iba tan deprisa y apurada que no se fijó en que todo
el mundo le miraba con cara de sorpresa e intriga. Seguro que se preguntaban de
dónde había salido un ser tan extraño.
Llegó al instituto. No
había nadie en el jol ni en los
pasillos. “Vaya-pensó- me van a echar la bronca otra vez”. Abrió la puerta de
clase pero se encontró con el aula vacía.
“¿me habré equivocado de clase? No, esta es mi clase.
¿dónde se ha metido todo el mundo?”.
Se quedó sentada en su
sitio, la segunda mesa de la fila de en medio, y decidió esperar estrujándose el cerebro para intentar
adivinar por qué no había nadie en la clase.
No se le ocurrió nada. Salió al pasillo, se asomó al interior
de las demás aulas para ver si estaban los demás alumnos, pero nada. No había
nadie en las demás aulas, ni en el instituto. El instituto estaba vacío, pero estaba abierto. No puede ser,
algo tenía que haber pasado.
Salió de nuevo a la calle y todo transcurría como siempre, la
gente paseaba, iba a la compra, algunos hacían footing, la panadería estaba
abierta y con gente comprando el pan, la cafetería tenía el mismo bullicio de
todas las mañanas. Y ¿entonces? ¿Por qué nadie había ido a clase?
De pronto se dio cuenta que no había muchachos y muchachas de
su edad por la calle, ni niños. Claro que era la hora de estar en clase y a esa
hora cualquier día normal tampoco estarían en la calle, estarían en el colegio
o en el instituto.
Y¿ por qué la miraba todo el mundo como si fuera un bicho
raro? Ah! Claro! Se le había olvidado peinarse, seguro que estaba hecha un
adefesio.
Se atusó el pelo, y se lo recogió en una coleta. Caminó por
la calle en busca de algo que le diera una pista sobre lo que estaba
sucediendo. No encontró nada que le sirviera. Nada!, todo como siempre.
Miró a través de un escaparate como una señora se estaba
comprando unos zapatos. Unos bonitos zapatos, uno rojo y otro azul. Iguales,
pero cada uno de un color. Con unos tacones de vértigo y cerrados con una pulsera
en el tobillo. Le gustaban esos zapatos, ojalá su madre le dejara ponerse
tacones, pero le repetía una y otra vez, cuando ella le pedía comprarse unos,
que esos tacones son perjudiciales para la columna sobre todo cuando se está
creciendo.
Ya se iba a marchar cuando vio su imagen reflejada en el
cristal del escaparate. Desde luego tenía un aspecto lamentable. Se observó de
arriba abajo y horrorizada descubrió porqué habían desaparecidos sus
compañeros: Llevaba los dos zapatos del mismo color! Al vestirse tan
deprisa no se había dado cuenta y se había puesto los zapatos del mismo color.
Volvió a casa lo más deprisa que pudo, subió a su habitación
ante la mirada de extrañeza de su madre y se cambió uno de los zapatos. Salió
corriendo, llegó al instituto, entró con el corazón latiéndole tan fuerte que
podía oírle. Los pasillos estaban vacíos. Abrió la puerta de su aula y allí
estaba Don Miguel, el profesor de historia del arte, que se giró al oír abrirse
la puerta, se bajó las gafas para poder verla mejor, y con cara de resignación
la invitó a entrar:
-Adelante, señorita Laura, hoy sólo ha llegado media hora
tarde.