Habían pasado cuatro semanas desde
la última vez que le vio.
Se sorprendió el primer día que
vio su asiento vacío y ahora no paraba de hacer conjeturas sobre lo que podría
haberle ocurrido. “Estaría casado y su
mujer se había puesto enferma, o era él el que estaba enfermo,¿ unas anginas? ¿ gripe? No. gripe no, no era época de gripe.¿Le habían despedido del
trabajo? ¿No, eso no! Si le habían despedido del trabajo, entonces no volvería a
verle. Seguro que era otra cosa. Quizá se había tomado unas vacaciones por
adelantado. Si, seguro que era eso. En los tres años que llevaban viajando
juntos no había faltado ni un solo día al trabajo, sólo cuando cogía
vacaciones. Era raro porque siempre se las cogía en agosto, pero podía haber
cambiado los planes este año”.
Se tranquilizó a sí mismo con la última
suposición y decidió que no había por qué alarmarse. Seguramente dentro de poco
volvería a estar sentado en el asiento de siempre, con un nuevo libro para leer
y escuchando música en su móvil.
Ahora, después de un mes sin verle estaba ansioso por montarse en ese tren y
comprobar que el hombre del que se había enamorado la primera vez que le vio,
estaba sentado en su asiento de siempre. Pero su asiento estaba vacío. Esperó
nervioso, mirando a la puerta del vagón hasta que el jefe de estación tocó el silbato
dando permiso al maquinista para que
comenzara el viaje.
Las lágrimas asomaron a sus ojos,
una tristeza infinita invadió su corazón porque comprendió que ya nunca podría
decirle lo mucho que le amaba, ya nunca podría sonreírle por primera vez, nunca
podría rozar su piel, ni acariciar sus
rizos azabaches. Ya nunca podría besar esos labios que tanto deseó y que nunca
se atrevió a rozar.
Habían pasado tres años viajando
juntos, y nunca se habían dirigido la
palabra, nunca se habían cruzado la mirada.
Ahora ya no estaba.