jueves, 14 de diciembre de 2017

DESCONOCIDOS


A ella le gustaba ir a la cafetería que hay bajo los soportales de la Plaza de Santa Teresa. Los jueves eran los días más duros, tenía clase de expresión corporal. No sólo era el trabajo físico, sino que durante dos horas tenía que mantener la concentración y no dejarse invadir por las fantasías que le asaltaban a cada rato.
Estaba sentada junto a la ventana, empañada por la diferencia de temperatura con el exterior, tomándose un café humeante cuando un hombre de unos cuarenta años, alto,  de complexión más bien delgada y pelo canoso, que le daba un aire de lord inglés, le pidió si podían compartir mesa. No había ninguna libre y la barra estaba atestada de gente. A esas horas el pequeño café “Piquío” se ponía hasta la bandera.
No estaba acostumbrada a que un desconocido le pidiera compartir mesa,  por eso durante unos segundos escrutó su rostro intentando descubrir sus verdaderas intenciones, pero la franca sonrisa de él la tranquilizó.
Sara empezó a sentir cierto desasosiego mientras el hombre que tenía enfrente sorbía su café solo y sin azúcar a pequeños sorbos, haciendo como si no hubiera nadie delante de él. Ella no podía dejar de mirarlo mientras apartaba ese mechón rebelde que caía sobre su frente y que nunca había podido controlar. Y cuando, de tanto en tanto, él fijaba en ella su mirada como por casualidad, ella apartaba la suya rápidamente. Un escalofrío recorría su espalada y sus mejillas adquirían un color rosado que cuanto más trataba por evitar más rojas se ponían. Sus manos no podían dejar de temblar haciendo que el café formara tenues olas negras.
Cuando finalmente el hombre terminó su café, se levantó, la sonrió y se despidió de ella con un cálido “gracias por dejarme compartir su mesa. Ha sido un verdadero placer” y se marchó.
Sara se quedó allí reprochándose no haberle dado conversación. Si hubieran hablado, aunque sólo hubiera sido una de esas conversaciones superficiales y fatuas, quizás él la hubiera invitado a quedar otro día, o la habría dado su teléfono o quizá si la conversación se hubiera vuelto más profunda, habrían salido a pasear al frío de la tarde. Ahora ya nada se podía hacer, él se había ido y estaba segura de que no lo volvería a ver.
Llegó a casa con la melancolía instalada en los huesos. Como todas las tardes siguió el mismo ritual: se dio una ducha, se puso el pijama, dio de comer al gato y se sentó delante del ordenador para mirar el correo. Sara llevaba tiempo escribiéndose con un escritor al que no conocía pero del que había leído todas sus obras y del que estaba secretamente enamorada. Se intercambiaban correos en el que comentaban los textos de él y de vez en cuando se colaban algunas confidencias. Hoy abría el correo con la sensación de que le estaba traicionando. La sensación que el hombre extraño del café había dejado en ella había hecho que por un momento se hubiera replanteado sus sentimientos por el escritor.
En la bandeja de entrada había cinco correos en espera para ser leídos, pero ninguno era del autor. Leyó con desgana y cerró el ordenador. No tenía ganas de leer ni de hacer otra cosa que no fuera tirarse en el sofá y dejarse abducir por lo que fuera que pusieran en la televisión.
Amaneció en el sofá, con la televisión violando su despereza. Le costó un mundo poder enderezarse. Renqueante  fue a la cocina y se preparó un café. Puso la radio y se sentó con el dolor instalado en todo su cuerpo.  Se tomó el café con la mirada perdida en el baldosín blanco y descascarillado que tenía enfrente.
Cuando por fin el café hizo su efecto, además de una pastilla de ibuprofeno, se sentó delante del ordenador con la esperanza de haber recibido un correo de su autor favorito. Le extrañó no  haberlo recibido la noche anterior porque desde hacía un año no había faltado ni una sola noche a “la cita”.
Su corazón dio un brinco de alegría cuando en la bandeja de entrada vio que un correo suyo estaba esperando a ser leído. Con el dedo tembloroso, pulsó la tecla izquierda del ratón sobre  el correo:
Me gusta el mechón rebelde que cae sobre tu frente y que tú te empeñas en apartar como si no te dieras cuenta.
Adoro tus manos temblorosas sosteniendo la taza de café, tus ojos azules, y tus mejillas rosadas cuando te azoras.
Espero encontrarte, de nuevo mañana, a la misma hora, en el mismo sitio”






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